viernes, 27 de julio de 2012

La noción de verdad primera como principio fundamental de la filosofía en Edmund Husserl y Antonio González


Las siguientes líneas, abordan la idea siempre problemática, siempre debatible de “principio” en filosofía. Es paladino que este problema tiene múltiples aristas desde donde abordarlo. Por mi parte, me situaré en el análisis desarrollado por Antonio González en su libro Estructuras de la praxis,[1] que como dice el mismo autor, es un ensayo de filosofía primera. En efecto, la idea de González –guiada por un punto de vista fenomenológico- en esta obra es la de proponer como punto de partida para la reflexión filosófica, el análisis de los actos en cuanto actos; o dicho de otro modo, del carácter fundamental que poseen nuestros actos en el mundo, su verdad primera, con la cual sea posible desarrollar progresivamente una teoría capaz de guiar nuestra praxis, y con la cual poder vislumbrar una posible salida a los problemas teóricos y prácticos de nuestro tiempo. Este análisis, se muestra como un intento por encontrar un punto cero, si es posible decirlo así, desde el cual articular una teoría fundada en la naturaleza extralingüística de la verdad –y fugaz, hay que decirlo- de los actos, y por ende, en un lugar común desde donde poder dialogar intersubjetivamente e interculturalmente, saliendo de la circularidad hermenéutica en la que el debate y el diálogo contemporáneos se encuentran entrampados. La tarea que González se propone, en consecuencia, es la de (re)legitimar a la filosofía como la disciplina humana capaz de orientar la actividad de los hombre en el mundo, en tanto que se comprende como una disciplina libre y accesible para todos.

Hemos señalado la condición fenomenológica del análisis de nuestro autor; comprendemos por ello que su trabajo entra en diálogo, y ulteriormente, en discrepancias con la visión tradicional que en filosofía se ha fijado por “punto de partida”. De ello entonces, se desprende que el trabajo parta haciendo una crítica a la fenomenología, primero de su fundador, Edmund Husserl, y también a la fenomenología del filósofo español Xavier Zubiri. El punto en que se cruzan estas críticas, se halla en el supuesto giro idealista del segundo Husserl, y en el  llamado realismo trascendental de la filosofía de Zubiri. La propuesta de González, como hemos dicho, se enfoca en la inmanencia del acto, en su verdad accesible universalmente, y por ello, busca independizarse de los (pre)supuestos que fundamentan las diversas teorías relativas al principio desde donde se inicia el pensar filosófico. Este trabajo por mi parte, se enfoca particularmente en la crítica de González a Husserl.[2]  
  
Me he propuesto pues, dividir el trabajo en dos partes: la primera de ellas expone brevemente el punto de vista de Husserl en su fenomenología: la distinción entre la actitud natural y la actitud filosófica, el análisis de los actos y su tránsito al llamado idealismo trascendental. En la segunda parte, me propongo extraer la peculiar idea ya mencionada de González sobre el análisis específico de los actos, junto a los puntos de vista en que se separa de los corolarios idealistas y realistas del análisis trascendental de Husserl.      





Husserl: trascendencia en la inmanencia

“La fenomenología -de Husserl- se propone encontrar una verdad primera absolutamente justificada mediante un proceso que Husserl caracteriza en ocasiones, como el paso de la actitud natural a la actitud filosófica.”[3] Esto es, la noción de una verdad primera fundamental para el pensar filosófico, y que por ende, asegura el recto camino a seguir para acceder al verdadero conocimiento de la realidad. Con esto, como hemos mencionado en la cita, damos cuenta de un cambio de actitud en quien se propone llevar a cabo la tarea filosófica, cambio en el cual quedarían suspendidos todos los puntos de vista meramente subjetivos, oscuros y confusos; la doxa de la cual únicamente saldrían verdades pasajeras y arbitrarias. Por otra parte, suspendidas quedarían también las verdades de las ciencias particulares y las doctrinas filosóficas que se fundamentan en la actitud natural, y que por ello, no se encuentran debidamente bien justificadas. Estas verdades para Husserl, son insuficientes para fundar un conocimiento evidentemente indubitable y apodíctico, conocimiento primero que despejaría el camino para ver con la mayor claridad, las estructuras que constituyen el mundo y a nosotros en él. Debemos comprender entonces, en qué consiste la verdad primera en que se asienta la fenomenología husserliana.

De acuerdo a lo dicho, la meta que busca alcanzar la fenomenología es la de configurarse como una ciencia estricta; ciencia de los fundamentos en la cual se sostienen las teorías científicas particulares. En realidad, esto no es nada nuevo, pues sabemos que esa es la misma meta que se proponen los filósofos modernos anteriores al filósofo moravo; entonces ¿en qué se distingue Husserl de sus antecesores?, ¿en qué consiste la fundamentación que él propone? Dijimos que este punto de partida radica en el tránsito de la actitud natural a la actitud filosófica. La actitud natural corresponde a nuestro modo de ser en la cotidianidad espontánea de nuestra vida. Se sustenta en la creencia de la existencia del mundo y de las cosas existentes en él; dicho de otra forma, es el modo de posicionarse intramundanamente de manera descomprometida, en que nuestra vida y acciones conscientes se vuelcan sobre las cosas y los asuntos individuales o intersubjetivos inmediatos de la vida cotidiana: “Este mundo está persistentemente para mí “ahí delante”, yo mismo soy miembro de él, pero no está para mí ahí como un mero mundo de cosas, sino, en la misma forma inmediata, como un mundo de valores y de bienes, un mundo práctico.[4] Y precisamente en esta actitud, señala Husserl, que las ciencias han construido las bases de sus teorías. Las ciencias, según Husserl, se han constituido como tales, sin llevar a cabo una previa teoría que dé cuenta de las bases en las que se sostienen, de las condiciones de posibilidad necesarias para llegar a ser legítimamente ciencias estrictas. En efecto, la crítica que lleva a cabo en los prolegómenos a la lógica pura en el primer tomo de las Investigaciones lógicas contra el psicologismo, va encaminada no sólo a mostrar las insuficiencias de esta corriente y la de los formalistas lógicos, sino que también desarrollará una aguda crítica a la relatividad en la que los enunciados de las ciencias se encuentran proclives, pues han insistido en fundar sus teorías sobre hechos, que según Husserl, son siempre relativos y contingentes: “Los hechos son “contingentes”; podían muy bien ser; podían ser de otro modo. Por lo tanto, a otros hechos, otras leyes lógicas, las cuales a su vez serían contingentes, serían relativas a los hechos que le sirven de base.”[5] Ahora bien, la pregunta que surge es: ¿hacia dónde tiene que apuntar la fenomenología para establecerse como ciencia rigurosa y apodíctica? Ciertamente, no hacia el mundo y sus objetos comprendidos como cosas exteriores al sujeto o a la conciencia cognoscente. En esa dirección, el saber que se adquiere es un saber sólo de carácter empírico, por ende, inseguro y relativo. La crítica fundamental que hará Husserl a las ciencias en sus Investigaciones lógicas y que profundizará en Ideas I, va dirigida a su naturalismo exacerbado, a la pretensión objetivista –y psicologista- de conocer las cosas tal como se dan en la experiencia, sin tomar en cuenta el lazo que se establece entre el sujeto -fuente de certeza y de sentido- que analiza y su objeto. De ahí se desprende la frase célebre de Husserl “volver a las cosas mismas”, vuelta a las cosas pero no en el sentido del naturalismo objetivista:

El término cosa (el retorno a las cosas mismas) remite en alemán a Sache y no a Ding. Mientras que Ding corresponde a la cosa física, Sache designa el problema, la cuestión, la apuesta de un pensamiento. Volver a las cosas mismas, es rechazar los argumentos doctrinales y los sistemas auto-coherentes en provecho de las interrogaciones nativas que suscita el mundo alrededor de nosotros y del que se nutre nuestra reflexión viva. Lo que busca Husserl, como ya hemos visto, es develar el sentido de los objetos que se donan a la conciencia.[6]

Así pues, la auto-experimentación del espíritu debe encaminarse hacia la “vivencia de la conciencia”. Descartes en su filosofía, ya había mostrado esto mediante el planteamiento del cogito, y la vivencia de la evidencia de las verdades pensadas “clara y distintamente”. La conciencia en este caso, está estructurada de tal manera que su vivencia, con la cual coincide, se vuelve totalmente accesible y por ello, cognoscible con evidencia y certeza. La conciencia por una parte, es, y por otra, aparece, de manera casi simultánea, constituyendo la esfera de análisis propia de la fenomenología. Es en el fenómeno –el cual Husserl en Investigaciones lógicas llamará acto- ser y aparecer coinciden; la conciencia por su parte posee la capacidad de captar reflexivamente, los fenómenos que constituyen su vivencia, volviéndolos la materia prima con la cual elaborar el saber teórico. Visto a grosso modo, la conciencia fenomenológica es como un espejo en el cual los fenómenos se reflejan, expresan y conceptualizan. La fenomenología comprende el saber tanto discursivo como teórico que resulta de todo ello. El retorno a las cosas mismas entonces, no significa en absoluto una reivindicación realista o positivista del conocer; lo único dado a la conciencia es el fenómeno, es decir, su vivencia. El proyecto de Husserl, entonces, irá en búsqueda de desarrollar un método que le permita analizar las estructuras fundamentales de la conciencia y sus vivencias. Veamos entonces, a grandes rasgos, cómo se articulan estas ideas y el giro idealista que a Husserl se le atribuye.[7]

En la actitud natural, dijimos, la conciencia se vuelca sobre los objetos intencionalmente, vale decir, de modo deseado, amado u odiado, enjuiciado, en las variantes intuitivas de percepción, recuerdo, imaginación, etc. En el tránsito de esta actitud al la actitud filosófica la mirada se vuelca ahora no sobre los objetos, sino que sobre los actos mismos en que estos son intencionados. El carácter de verdad primera, se sostiene en la distinción entre los contenidos de los actos, pletorizados de prejuicios, de concepciones subjetivas o culturales, provenientes de la religión, la condición económica, política, etc. No obstante, Husserl se da cuenta que los actos poseen una verdad en sí mismos –si podemos decirlo así- independientemente de las verdades que hemos señalado; esto, permite analizarlos sin la mediación de otra ciencia, ideología, etc. El análisis inmanente de los actos del primer Husserl, apunta a la verdad de los actos mismos; los objetos vistos de manera independiente de los actos pueden ser muy diferentes a como son vistos en los actos. Con ello, Husserl busca volver a las cosas mismas pero no como cosas independientes al acto en que son intencionados sino como correlativas a este.

Ahora bien, es preciso señalar las maneras en que Husserl entiende la inmanencia. Ello se ve en el trabajo con que llega a completar, y por ello, a salir del modo tradicional –moderno- en que se comprendía este concepto. Efectivamente, como inmanentes se comprenden todos los actos representacionales, imaginativos, perceptivos, volitivos, etc., mientras que el ámbito opuesto sería lo de lo trascendente, vale decir, la región de lo real, de los objetos independizados de nuestros actos. Pero esta manera de comprender lo inmanente es insuficiente en el análisis husserliano. Pues, los objetos no son referidos como realidades en sí mismas, sino tal como estos aparecen en los actos. Esta es la inclusión de lo que mencionamos más arriba como intencionalidad. Pero es a partir de 1910 que Husserl introduce una nueva forma de entender la inmanencia.

Husserl observa que, a la hora de estudiar cualquier acto perceptivo, tengo que admitir que éste solamente resulta posible en virtud de una cierta retención, la cual me permite percibir el fenómeno, no como un simple caos de datos sensibles siempre variables, sino como una unidad permanentemente dotada de sentido. Para Husserl, esto significa entonces que nuestros actos perceptivos conllevan ciertas instancias que, aunque no se hallan explícitamente presentes en cada acto, están sin embargo implicadas en los mismos. Y estas instancias interesan especialmente a la fenomenología, precisamente porque ellas son las que nos pueden aclarar la constitución de los fenómenos como unidades de sentido.[8]

Podemos decir aquí, que desde la introducción de la noción de sentido en el trabajo de Husserl, comienza paulatinamente a reflejarse un cambio radical en el rumbo que el filósofo ha seguido hasta ahora; cambio que se traducirá en la publicación de 1913 Ideas I. Admitiendo aquello que se da en los actos, lo que se puede dar, y lo que está implicado en ellos, Husserl hablara de una “trascendencia en la inmanencia”. Y como hemos dicho, al introducir estos elementos no tomados en cuenta en un primer momento, se perfila la obra de Husserl hacia el idealismo trascendental. Desde este momento, entra en juego la idea del “yo puro” que al comienzo fue esquivada por Husserl ante los neokantianos (Natorp); a partir de la publicación de Ideas, esa concepción de un yo que constituye los fenómenos es un hecho ya consolidado. “En nuestros actos –señala González- estaría siempre implícita una subjetividad pura, la cual unificaría todos los datos presentes en nuestros actos, constituyendo el fenómeno según algún tipo de regla interna que rige tal unificación.”[9]

Lo que mencionamos como una “trascendencia en la inmanencia” sería precisamente esta conciencia dadora o donadora de sentido que ordena y perfila los fenómenos.

Pues bien, el camino que Husserl tomó desde los primeros estudios de la inmanencia de los actos, decanta en un “idealismo trascendental”, en la medida que busca determinar las condiciones de posibilidad de los fenómenos dados a la conciencia constituyente donadora de sentido. Vemos entonces que la actitud filosófica comprende el situarse en el campo de esta conciencia fenomenológica pura; la verdad primera de la fenomenología husserliana radica en la práctica de la epoché fenomenológica y las reducciones que le siguen, con el fin de poder acceder al campo eidético [acceso a la correlación noético-noemática] de las esencias universales y poder desde ahí describirlas.

Este “giro trascendental” de la fenomenología, fue blanco de críticas e incomprensiones de parte del círculo de alumnos y colegas. Muchos de ellos tomaron otros rumbos e intentaron perfilar la fenomenología del maestro desde sus propios puntos de vista (Scheler, Heidegger, Jaspers, por ejemplo). Lo que González destaca de todo esto, es la pregunta que surge a partir de estos cambios, relativos a la fidelidad que el fundador de la fenomenología tuvo con sus empresa originaria, a saber, el “apegarse a las cosas mismas”. Vemos que al introducir la idea del  “ego trascendental” o “yo puro” en la inmanencia de los actos, Husserl está introduciendo un presupuesto, que por mucho que se muestre como un yo intersubjetivo y necesario, hace pender el análisis de una condición de posibilidad que trasciende los actos mismos. El proyecto originario de Husserl de una verdad primera apegada en la facticidad de los actos queda, en palabras de González, desvirtuada: “La verdadera fidelidad al proyecto inicial de la fenomenología hubiera consistido en permanecer aferrados a la facticidad de nuestros actos, sin desertar del devenir, pues justamente en el devenir es donde hemos encontrado las verdades absolutas primeras.”[10]

Husserl por su parte, siempre creyó que la fenomenología habría de servir y llevar a la humanidad en crisis a la plenitud y libertad, de este modo se inscribe como un proyecto de filosofía primera que busca orientar la praxis de la humanidad. La única salida a esta crisis sería la  de volver a arraigar la ciencia al mundo de la vida, traerla de regreso al suelo desde donde originariamente partió, pues este mundo es el mundo del sujeto consciente de sí, de su realidad histórica, finita e intersubjetiva. No obstante este regreso al mundo de la vida debe resguardar su deseo de una ciencia racional y universal, pues a los ojos del pensador, el historicismo  y relativismo de las diversas “concepciones del mundo” no son más que un aspecto del subjetivismo y por ende, de la pérdida de sentido de las ciencias. A grandes rasgos, el proyecto de construir una ciencia racional con alcance apodíctico y universal, la cual surge y se despliega desde Grecia hasta la modernidad, no comprende un proyecto cualquiera y el deseo de una cultura en particular y contingente. Para Husserl, es en la cultura europea donde la Razón y el Espíritu se han expresado con mayor fuerza; es en ella donde este deseo hacia la universalidad está plenamente fundado. Trabajar en pos del desarrollo de la razón universal y plenamente consciente de sí, es hacer resurgir y actualizar la esencia del hombre, del zoon logon ekhon que Aristóteles definió, pero cuya esencia no está aún plenamente desarrollada. La Fenomenología y el fenomenólogo en sí, se sienten llamados a realizar este trabajo, la ciencia universal y apodíctica, la cual no presupone nada que escape a su propio progreso; por ello debe auto fundarse y a través de ella, las demás ciencias positivas y experimentales (re)encontrarán su fundamento y sentido. Husserl dirá: “En efecto, somos precisamente los que somos en tanto funcionarios de la humanidad filosófica moderna, en tanto herederos y coportadores de la dirección que la atraviesa por entero (…) a partir de la fundación original griega.”[11] Veamos ahora, el proyecto reiniciado por Antonio González de una filosofía primera. Tomaremos el ámbito de los actos para contrastarlo con el pensamiento del filósofo alemán.



González: Verdad primera del acto, retracción y fugacidad

Hemos señalado, unas líneas más arriba, que la crítica que González desarrolla en su obra va dirigida al idealismo trascendental en el cual desemboca la fenomenología de Husserl, luego de incluir en su teoría la noción de una conciencia donadora de sentido. El proyecto de González por su parte, intentará partir desde el origen que habría abandonado el filósofo moravo: el acto, en cuanto acto. En efecto, el punto de partida, el “principio” del pensar filosófico para González radica en la gran variedad de actos humanos y en su análisis.

Una filosofía, si quiere ser filosofía primera, debe prescindir de todo aquello que los trascienda, no debe privilegiar ningún acto sobre otro ni debe admitir los actos de ninguna otra realidad, sea esta una sustancia, un sujeto, un yo puro, una conciencia donadora, etc. De ahora en adelante, el acto debe desprenderse de todo presupuesto metafísico que se esconda detrás de los actos mismos; sea un presupuesto de índole aristotélico, subjetivista, idealista, materialista, etc. De lo que se trata ahora el análisis es de volcarse en la inmediatez del acto. Lo peculiar de estos actos es que en ellos los objetos, o también personas, se dan como algo otro respecto a ellos, y los contenidos que son percibidos son dados en nuestras impresiones también como algo otro respecto a los actos. Según González, tomando en cuenta este elemento de alteridad de las cosas actualizadas en los actos, es posible comprender los actos como actos  no como cosas, según lo habría pensado así Hume, por ejemplo. El análisis, por ello, no debe apartarse hacia las cosas actualizadas en los actos, sino más bien, en el acto mismo de actualización de ellas.

Tenemos que comprender además, que esta modalidad de análisis no resulta ser un modo de reflexión, pues la reflexión implica a un sujeto que se vuelca sobre sí mismo –en términos modernos- y el nivel de análisis de González no arranca de ningún sujeto que ejecute los actos, y que por ello los trascienda. Esto no  implica tampoco que se parta desde la “actitud natural” que definimos con Husserl, ya que en esta actitud, los actos son rebasados por una multiplicidad de presupuestos personales sobre las cosas y uno mismo.

Para proceder como filósofos, tenemos que prescindir de todas las afirmaciones sobre las cosas, sobre los demás y sobre nosotros mismos, para considerarlas simplemente como actos, situados por tanto en el mismo nivel de los demás actos que integran nuestra praxis. Por ello, más que una reflexión, se trata de una “retracción”, desde todo lo que presuponemos sobre lo que trasciende a nuestros actos hacia los actos mismos en los que formulamos esas presuposiciones. La retracción hacia la verdad primera e inmediata de los actos es, por ello, el primer paso de la filosofía para instalarse en su nivel propio de radicalidad.[12]

Obtenemos pues, un punto de partida en el cual el acto es considerado en toda su facticidad e inmediatez; la retracción nos proporciona un nivel de análisis en que no es necesario mirar el acto de modo reflexivo, en tanto acto ejecutado por un sujeto; por ello tampoco no existe el peligro de la caída en el escollo del solipsismo, pues el análisis de los actos es accesible para todos. Por otra parte, señala González, la retracción no es equivalente a la reducción fenomenológica de Husserl, pues en ella no se busca un tránsito hacia la subjetividad trascendental, tampoco en ella se suspende o niega la realidad del mundo. Lo único que se busca en la retracción es distinguir entre la verdad de los actos y la verdad que los trasciende. No obstante: “Nuestro punto de partida no es un axioma destinado a fundamentar todos los saberes, sino solamente la verdad primera de nuestros actos en su distinción respecto de toda verdad ulterior. La filosofía primera no consiste en una fundamentación última y axiomática de los saberes.”[13]

Ya que hemos despejado junto a González los principales presupuestos que trascienden nuestros actos, vemos que tras la retracción no obtenemos tampoco una especie de residuo fenomenológico, sino únicamente la radicalidad de los actos que ejercemos. “Los actos tienen entonces un significado “neutral”, del que hay que excluir cualquier idea de una activación por algo o por alguien, y también todas las construcciones metafísicas que la historia del pensamiento ha elaborado en torno a ellos.”[14]

Se nos presenta ahora un problema, el análisis de los actos que quiere desarrollar González, los muestra como un “torrente” de actualizaciones que aparentemente no alcanzan un orden determinado ni coherencia alguna. La multiplicidad de actos parece develar una cierta problemática para poder constituirse como verdad primera. Este torrente es similar –dice González- al río de Heráclito, pues en él es imposible retener completamente la inmanencia actualizada del acto; los actos en la medida que queremos analizarlos, se encuentran anclados en el devenir. La filosofía primera en este sentido, está obligada a admitir este factor en el método analítico; en la medida que tomamos un acto determinado y pretendemos fijarlo en el tiempo, estamos haciendo lo mismo que hacemos al dar cuenta de un acto de escritura –por ejemplo- y al mismo tiempo estamos escribiendo. El acto en sí mismo presenta una verdad incuestionable, pero es una verdad fugaz que no se deja fijar indeterminadamente. Sin embargo, ello no merma el análisis:

Todo esto significa que cualquier análisis de nuestros actos nunca tendrá la verdad primera de los actos mismos. Es esencial distinguir entre la verdad primera de los actos y las <<verdades segundas>> de las actualizaciones de estos actos en nuevos actos de rememoración o de análisis. La verdad primera, como ya vimos al hablar de los presupuestos en el capítulo anterior, solamente permite un proceso asintótico de aproximación, pero nunca una posesión plena y definitiva. Justamente por eso, el filósofo es amante de la sabiduría, pero no poseedor de ella.[15]

El análisis de los actos de la filosofía primera se encuentra reconciliado con el devenir de estos. En la medida que la rememoración permite traer de vuelta un acto del pasado, es verdad que éste acto no vuelve en su integridad primigenia, pero la filosofía primera se vuelve un perpetuo aproximarse a ellos. Esta incapacidad de dar completamente con la verdad de los actos, permite, por otra parte, el diálogo entre distintos investigadores, pues comprendemos que el análisis se encuentra mediado por el lenguaje y por los rasgos psicológicos del investigador. De ello se desprende la distinción radical entre el ámbito del análisis y la teoría.

Mientras que el análisis se quiere circunscribir a nuestros actos sin trascenderlos, la teoría pretende ir más allá de los mismos para explicarlos. Se trata de una diferencia que, aunque puede tener muchos paralelos con otras que aparecen en la historia de la filosofía, se deriva de la índole misma de aquello que queremos investigar: la verdad primera de nuestros actos.[16]

De esta distinción entre los ámbitos del análisis y la teoría, surge otra diferencia fundamental; el grado de evidencia del análisis del acto es resueltamente mayor que el de la teoría. Si el análisis, en efecto, se mueve en la verdad primera del acto, la teoría por su parte, al querer explicarlos, se fundamenta en presupuestos que trascienden el ámbito de los actos nuevamente; la evidencia que se expone en el análisis pende de un sistema conceptual específico. De esta manera, la evidencia no agota el análisis, pues el sistema conceptual está siempre abierto a nuevas revisiones y por ende, a nuevas formas conceptuales más eficaces o más aptas para articular el complejo analítico de los actos. Así se revela el carácter libre y accesible universalmente de la filosofía primera de González, filosofía que ha conseguido partir independizada de todo presupuesto que trascienda los límites de los actos mismos; con ello, además, parece retomarse nuevamente la senda marcada por Husserl, el remitirse únicamente a las cosas mismas. El trabajo de González por supuesto no acaba aquí, nosotros por nuestra parte, fijamos nuestra exposición en el ámbito de la presentación de la idea de principio, de punto de partida de la reflexión filosófica, tarea pues que no está exenta de puntos divergentes o escépticos, incluso cínicos. No obstante la filosofía primera sigue su curso, pues:

Como quiera que sea, la dilucidación de estas dudas no pueden venir de discusiones de escuela, sino del estudio y descripción rigurosa de lo inmediatamente dado en diálogo con todos los que en la historia de la filosofía han arribado a esta esfera de radicalidad. Si es cierto que cualquier pequeño matiz en el punto de partida se convierte después en posiciones divergentes y hasta incompatibles, bueno será permanecer en el laberinto y en la aparente esterilidad e infructuosidad del análisis de lo inmediatamente dado, de la determinación de una verdad primera, cargando con todas nuestras dudas y temores sin precipitación alguna por salir del laberinto, porque quizás sólo así, con paciencia y calma, sin dejarnos engañar por las vías aparentemente rápidas y expeditas, encontremos el camino de la verdad.[17]  



[1] González, A. Estructuras de la praxis: Ensayo de una filosofía primera. Madrid: Ed. Trotta, 1997 
[2] Personalmente no me considero competente para abordar adecuada y respetuosamente la obra de Zubiri y la crítica de González a su filosofía.
[3] González, A. Estructuras de la praxis., p. 31
[4] Husserl, E. Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica. Trad. José Gaos. Madrid: FCE, 1993. § 27, p. 66
[5] Husserl, E. Investigaciones lógicas. Vol. 1. Trad. Manuel García Morente, José Gaos. Madrid: Alianza, 1985. §37, p.117
[6] Este fragmento lo extraje de un vocabulario de fenomenología elaborado por el profesor Patricio Mena, para los alumnos del seminario: Ricoeur: “El animal hermenéutico”, realizado el segundo semestre del año 2010 en la universidad Alberto Hurtado.
[7] Seguiremos el mismo hilo conductor que González despliega en su trabajo para tratar los puntos específicos en que se encuentra con Husserl y los puntos en que discrepa con él. 
[8] González, A. Estructuras de la praxis., p. 33
[9] Ibíd., p. 34
[10] Ibíd., p. 36
[11] Husserl, E. La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental. Barcelona: Crítica, 1991.
[12] González, A. Estructuras de la praxis., p. 47
[13] Ibíd., p, 49
[14] Ibíd., p, 51
[15] Ibíd., p, 75
[16] Ibíd., p, 77
[17] Corominas, J. La verdad primera: En torno a la filosofía primera de A. González. Texto encontrado en:  http://www.uca.edu.sv/revistarealidad/archivo/4dd3faa64a30alaverdad.pdf

Fiódor Dostoievski: un interesante documental de History Channel sobre la vida y obra del gran escritor ruso.

Baudelaire y Rimbaud: dos rebeldes metafísicos




En las siguientes líneas, leeremos algunos pasajes de la obra de Baudelaire y a Rimbaud desde la perspectiva de la rebelión, entendida según Albert Camus en El hombre rebelde como: la rebelión metafísica. Queremos con ello, iluminar el sentido con que el autor de El extranjero inserta a estos poetas en la órbita de los rebeldes metafísicos. No podemos comenzar este trabajo, por supuesto, sin aclarar lo que Camus llama en su libro rebelión metafísica. Dejemos que el mismo ensayista lo haga:

La rebelión metafísica es el movimiento por el cual un hombre se alza contra su situación y la creación entera. Es metafísica porque discute los fines del hombre y de la creación. El esclavo protesta contra la situación que se le crea como hombre. El esclavo rebelde afirma que hay en él algo que no acepta la manera como le trata su amo; el rebelde metafísico se declara frustrado por la creación. Para el uno y el otro no se trata únicamente de una negación pura y simple. En ambos casos, en efecto, encontramos un juicio de valor en nombre del cual el rebelde niega su aprobación a la situación que le es propia. (Camus, pp.27)

Vemos así, que el rebelde metafísico es aquel que se niega al orden universal, al cómo las cosas han sido planteadas. En él desembocan sentimientos de añoranza, frustración, y en muchos casos, grandes dosis de nihilismo. Baudelaire y Rimbaud reúnen a su manera estos elementos, los transforman en su peculiar manera de plasmar los rasgos de su época y los avatares sociales y políticos que les tocó vivir. Veamos brevemente algunas de estas ideas en ambos poetas.




En la obra poética de Baudelaire, Les fleurs du mal, en la sección precisamente denominada “Rebelión”  hay tres poemas que definen en sí mismos el espíritu de rebeldía del poeta, estos son: La negación de San Pedro, Abel y Caín, y Las letanías de Satán. Los tres poemas se ajustan al modelo descrito por Camus. Hay en ellos una imagen viva de aquella negación y tensión latente frente a la determinación ontológica, frente a una especie de tirano o dios griego que observa desde las alturas, las penurias y tribulaciones de los hombres. Baudelaire en un momento clamará:

¿Qué hace Dios, pues, de esta ola de anatemas que sube todos los días hacia sus serafines? Como un tirano ahíto de carne y de vinos, se adormece al dulce rumor de nuestras afrentosas blasfemias. (La negación de San Pedro, pp.37, verso n°1)

Desde ya podemos anticipar la concepción de Dios descrita en el poema, el autor habla desde la tierra, en comunidad con otros seres insatisfechos que alzan su voz contra una divinidad insensible a los dolores humanos. Pero es en el segundo verso del poema, donde se revela con mayor fuerza lo que exponemos:

“Los sollozos de los mártires y ajusticiados son una sinfonía embriagadora sin duda, porque, a pesar de la sangre que su voluptuosidad cuesta, los cielos no están todavía nada saciados” (pp.37, verso n°2). 

Y precisamente, cuando se refiere a los “mártires y ajusticiados” no lo hace mencionando solamente a los muchos que han muerto en el nombre o por causa del nombre de dios, sino que rememora la figura de Cristo; el principal mártir del cristianismo, ajusticiado y muerto para redimir a los hombres. Sin embargo, la lectura no se agota en estos versos. Es en el octavo y último de estos, que se nos da la panorámica completa del sentido del poema, con él la misma obra de Baudelaire queda expuesta al juicio de su autor:

Cierto, saldré en cuanto a mí, satisfecho de un mundo donde la acción no es la hermana del sueño; ¡puedo utilizar la espada y perecer por la espada! San Pedro ha negado a Jesús… ¡ha hecho bien! (pp.38, verso n°8)

Este verso es especialmente aclarador de lo que Baudelaire podría haber pensado como la figura del poeta y la tarea que este lleva a cabo en el mundo. Y de gran manera además, se puede comparar y en ciertos sentidos, hacer coincidir a Baudelaire, mutatis mutandis, con la figura de Iván Karamazov cuando le narra a Aliosha, el mito del gran inquisidor. En efecto, una de las frases más famosas de la novela Los hermanos Karamazov de Dostoievski, es la que nos dice: “Si Dios ha muerto, todo está permitido”. Baudelaire en un sentido análogo a éste, nos está diciendo lo mismo “¡puedo utilizar la espada y perecer por la espada! ¿Por qué?, porque en el mundo, la realidad y la acción de los hombres no equivalen al sueño; el mundo no es para nada aquel paraíso añorado por los hombres, el lugar donde la justicia y la verdad prevalecen. Aquí el poema de Baudelaire coincide con las palabras de Iván Karamazov: “Si el sufrimiento de los niños sirve para completar la suma de los dolores necesarios para la adquisición de la verdad, yo afirmo desde ahora que esta verdad no vale ese precio” (Dostoievski, pp.305) Camus nos dice respecto a Karamazov: “Iván niega la dependencia profunda que el cristianismo ha introducido entre el sufrimiento y la verdad” (Camus, pp.56). Baudelaire por su parte, llevará a cabo la misma operación al decir que pese a los sollozos de los mártires y ajusticiados y la sangre que su voluptuosidad cuesta, los cielos no están aún nada saciados. Surge así la Rebelión frente a lo establecido, en palabras de Camus “el rechazo a la salvación”, la rebelión -para él- lo quiere todo o nada. San Pedro, al negar a Jesús, ha permitido que se cumpla con su muerte, la revelación de la verdadera cara del creador como aquel que se burla desde las alturas de todos los tribulados del mundo, mientras deja caer a su hijo, el vínculo entre él y los hombres. Sin embargo, Iván, al aceptar que querría ver muerto a su padre, legitima el asesinato, no puede comprender que se ame al prójimo porque es el hombre mismo –el adulto- que se ha condenado, prefiriendo el conocimiento a la salvación. He ahí, el vínculo con Baudelaire; si los hombres han preferido el progreso, se han condenado a sí mismos y merecen las penas padecidas.

En el poema titulado “Abel y Caín” vuelve el poeta a presentar esa tensión entre el vencido y el triunfante, la antítesis entre la luz y las tinieblas, lo que Frederick expresa como una disonancia general entre satanismo e idealismo. Aquí en resumen, se conjugan los dos elementos que someten al poeta a esa tensión desgarradora entre la absoluta libertad y el pecado, entre la fe y el conocimiento, entre el bien y el mal; la raza de Caín se convierte en el chivo expiatorio para los males del mundo, mientras la raza de Abel se eleva con la confianza del hijo preferido por su padre, pero que deberá un día caer de su lugar seguro para completar la  rebelión.                                            

¡Ah, raza de Abel, tu carroña engordará el suelo humeante!
Raza de Caín, tu tarea no está hecha suficientemente.
Raza de Abel, he aquí tu vergüenza: el hierro ha sido vencido por la jabalina.
Raza de Caín, el cielo sube, y sobre la tierra arroja a Dios. (pp. 40, II)

La aflicción de Caín se trasforma en el orgullo de los rebeldes metafísicos. Como caído y despojado de la gracia divina, el rebelde hace de su miseria aquello que lo congrega con los humillados y ofendidos de la historia, contra la condición misma de ser humano, determinado y finito.

El tercer poema “Las letanías de Satán” viene a ser el ejemplo paradigmático de la rebelión. En la figura de Satán se configura el rebelde por antonomasia, esencia de rebeldía y autoafirmación con quién Baudelaire se identifica y reza en su poema:

¡Oh tú, el más sabio y el más bello de los ángeles, dios traicionado por la suerte y privado de alabanzas! ¡Satán, ten piedad de mi larga miseria!
Oh, príncipe del exilio, a quien se le ha hecho un agravio, y que, vencido, siempre te levantas más fuerte, ¡Satán, ten piedad de mi larga miseria! (pp.41, versos n°1 y 2)

Walter Benjamín, al estudiar la figura del Lucifer de Baudelaire, nos vuelve a conectar con la realidad de Caín. Satán para Benjamín “es distinto del integrante infernal al que los poetas llaman con el nombre de “Satán Trimégiste”, de demonio” (Benjamín, pp.35). La fuerza del Satán de Baudelaire es la del vencido que, víctima de su condición, lanza una mirada orgullosa e insolente sobre su vencedor, pero éste, a su vez, necesita precisamente de la existencia de su némesis para prevalecer, ambas partes se complementan y necesitan. Por otra parte, Enrique López Castellón nos dice: “Si Baudelaire reza a Satán es para concitar las iras de quienes siguen a Dios, para afirmar su individualidad única e irrepetible frente al Ser Supremo, que es patrimonio común de los mortales” (Castellón, pp.11). Aquí, López Castellón destaca el afán individualizante del poeta que, en un primer momento tiende a identificarse con los otros despojados y decadentes de su tiempo pero que finalmente, tiende a separarse y a elevarse sobre la masa homogénea e ignorante. Baudelaire al final emprenderá la huida del mundo. Camus si bien, inserta a Baudelaire en el círculo de los rebeldes metafísicos, terminará al final separando las aguas donde circunda el poeta frente a otros rebeldes más radicales como Sade o Rimbaud.

(…) Baudelaire, a pesar de su arsenal satánico, su gusto por Sade, y sus blasfemias, seguía siendo demasiado teólogo para ser un verdadero rebelde. Su verdadero drama, el que le ha convertido en el más grande poeta de su época, estaba en otra parte. Baudelaire no puede ser evocado aquí sino en la medida en que ha sido el teórico más profundo del dandismo y dado fórmulas definitivas a una de las conclusiones de la rebelión romántica. (Camus, pp.54)

Baudelaire termina haciéndose consciente de su derrota, su imagen es la del albatros que ha perdido toda la majestuosidad de su vuelo y al cual, sólo le queda intentar desplazarse torpemente entre los hombres. Su obra viene a ser el fiel reflejo de la rebeldía ante la modernidad que barre, que desecha y olvida para construir las renovadas obras del progreso. No obstante, se deslumbra con su belleza artificial, con los adoquines de las calles, la luz de los faroles iluminando los boulevares parisinos, y que también, oculta entre las sombras a los mendigos, las mujerzuelas, los niños andrajosos y otros seres marginados de la sociedad burguesa imperante.



El sucesor, heredero y también, hereje de Baudelaire, Arthur Rimbaud, representa una clase de rebeldía más exacerbada. En su obra, el poeta lleva acabo lo que podríamos llamar: una praxis de la encrapulación, un verdadero método para explorar lo recóndito de la realidad. Busca superar a Baudelaire porque según él, no supo ir y llegar más allá de lo conocido. Rimbaud es además de un rebelde metafísico, un rebelde contra la misma concepción de realidad, contra lo aceptado, la evidencia. Camus escribe: “Como el Rimbaud de las Illuminations, lanzado contra los límites del mundo, el poeta prefiere el apocalipsis y la destrucción antes que aceptar la regla imposible que le hace lo que es en el mundo tal como es” (Camus, pp.80).

La rebelión en Rimbaud según Frederick, es aquella que “se mantiene bajo el poder de aquello contra lo cual se yergue” y más adelante nos dice: (…) Forma  parte de su rebelión contra todo lo heredado en general, pero también de su pasión por lo “desconocido”, por aquella trascendencia vacua, que sólo cabe expresar destruyendo todo cuanto le es dado” (Frederick, pp.89). Pero mejor veamos un ejemplo del mismo Rimbaud para ilustrar lo citado en la obra en prosa Cartas del vidente y el poema “De Arthur Rimbaud a Georges Izambard”:

Por el momento, lo que hago es encrapularme todo lo posible. ¿Por qué? Quiero ser poeta, y me esfuerzo en volverme Vidente: yo apenas sabría explicárselo y, aunque supiese, usted no comprendería nada en absoluto. Se trata de alcanzar lo desconocido por medio del desarreglo de todos los sentidos. Los sufrimientos que ello conlleva son enormes, pero hay que ser fuerte, haber nacido poeta, y yo, me he reconocido poeta. No es culpa mía en absoluto. Nos equivocamos al decir: Yo pienso; deberíamos decir: Alguien me piensa. Perdón por el juego de palabras. (Cartas del vidente, pp. 103, verso n°2)

El tono de este verso es muy cercano al estilo nietzscheano de referirse al afán por conquistar la evidencia. Es conocida la crítica que Nietzsche esgrime contra la modernidad y su búsqueda de la verdad absoluta heredada desde los tiempos de Descartes hasta Hegel. En el prólogo de El Anticristo, Nietzsche nos habla en el mismo tono que Rimbaud, nos dice: “Hace falta la predilección de los fuertes por las cuestiones que al presente nadie tiene el valor de dilucidar, el valor de buscar el fruto prohibido, la predestinación del laberinto” (Nietzsche, pp.9). Ahora bien, ¿con qué sentido dice estas enigmáticas palabras?, pues para tener acceso a una “nueva música”, a lo más lejano y, alcanzar una “Consciencia nueva para verdades mudas hasta hoy” (Ibid). Rimbaud encarnaría a ese lector tan añorado por el filósofo alemán. Ese encrapulamiento que nos revela, ese delirio por lo malvado y desproporcionado, viene a ser un verdadero éxtasis dionisiaco; una exaltación de los sentidos pero llevados al borde del rebasamiento. El poeta en efecto, se transforma en un vidente, en una especie de sacerdote que toma de la mano a los hombres para redimirlos. Éste, carga el peso de toda la suciedad y dolores humanos para hacerlos estallar.

En la carta “De Arthur Rimbaud a Paul Demeny”, perteneciente también a la obra Cartas del vidente, se devela el gusto del poeta por la fealdad, fealdad no tan solo exterior sino que también de alma. El encrapulamiento consiste en volver “monstruosa el alma”, sacar a relucir todo lo vil que habita en el corazón, volverse un sabio después de conocerse y autoafirmarse como lo que verdaderamente se es:

El primer objeto de estudio del hombre que quiere ser poeta es su propio y entero conocimiento; éste busca su alma, la inspecciona, la pone a prueba, se la aprende. Una vez sabida, debe cultivarla; parece fácil: en todo cerebro se produce un desarrollo natural; hay tantos egoístas que se proclaman autores; ¡y otros muchos que se atribuyen su progreso intelectual! Pero de lo que se trata realmente es de hacer monstruosa el alma: ¡a la manera de los comprachicos, vaya! Imagínese a un hombre implantándose verrugas en la cara, cultivándoselas. (pp. 113)

 Se desprende aquí, una pragmática de la poética, la vida se vuelve un acto poético con el cual cambiar o en palabras de Nietzsche, hacer una transvaloración de los valores. Si Baudelaire se entrega a la huida, y de alguna manera, a una amarga redención, Rimbaud querrá ir más allá de los límites; el poeta, mediante la encrapulación, mediante la experimentación de todo lo sórdido y horrible aspirará a una liberación. Tal como Nietzsche también pensará; todo aquel que aspire a las alturas, primero deberá hundir sus raíces en la oscuridad, en las profundidades del abismo. Lo bello y lo feo serán según Frederick, estímulos opuestos, despojados de toda valorización objetiva lo mismo que la verdad y la mentira, lo que importará para Rimbaud son los contrastes.

Pero la rebelión de Rimbaud queda también impotente frente a la realidad. No puede desprenderse totalmente de los elementos que lo atan, la herencia cristiana que era su mayor obstáculo. El poeta de lo desconocido según Frederick, no logra poner en claro qué era ese desconocido, por eso da media vuelta en silencio frente al mundo por él dispersado. 

En resumen, podemos decir que tanto Baudelaire como Rimbaud se insertan en la categoría que Camus denomina, Rebelión metafísica. La vida y la obra de ambos artistas esta tensionada por las vicisitudes que la realidad de su época les enrostró con crueldad pero de ello, supieron explotar el material suficiente para plasmar con maestría la escultura de sus atormentadas almas. La rebelión metafísica queda truncada por el mismo agente al cual se intenta sublevar, por el hecho de rebelarse. La vida y el cuerpo están atados a la temporalidad y por ende a la decadencia y la muerte, pero las profundidades del alma son infinitas. Desde ahí el rebelde metafísico lleva acabo su tarea de oponerse a la regla universal, el poeta se opone a la servidumbre y grita: “me rebelo, luego existimos” agrega, meditando prodigiosos designios y la muerte misma de la rebelión: “Y existimos solos”. (Camus, pp.99).

Bibliografía:
·         Baudelaire, Ch. Las Flores del Mal. Trad. M.B.F. Barcelona: 29, 1999
·         Benjamin, W. Iluminaciones 2 (Baudelaire). Madrid: Taurus, 1972
·         Camus, A. El Hombre Rebelde. Trad. Luis Echávarri. Buenos Aires: Losada, 2003
·         Dostoievski, F. Los Hermanos Karamazov, tomo I. Trad. E. Miró. Santiago de Chile: Andrés Bello, 1989
·         Frederick, H. (faltan datos de editorial)
·         López Castellón, E. Baudelaire o la dolorosa complejidad de la moral, en: Charles Baudelaire, Obras Selectas. Trad. Enrique López Castellón. Madrid: Edimat Libros, 2006
·         Nietzsche, F. El Anticristo. Trad. José Luis Patcha. Madrid: Mestas, 2001
       Rimbaud, A. Cartas del Vidente. (faltan datos de editorial)






jueves, 26 de julio de 2012

Apreciaciones en torno a la idea de Dios al modo de la teología negativa de Dionisio Areopagita




Pensar filosóficamente a dios es sin duda un enorme esfuerzo de la razón por comprender la totalidad de lo existente. Digo la totalidad de lo existente en el sentido de que la mayor parte de los filósofos de la historia, en sus esfuerzos por entender y explicar racionalmente el mundo y al hombre mismo en él, han elevado sus ideas hasta toparse inevitablemente con la pregunta sobre la esencia divina, el origen y el sostén de toda la realidad. Por ende, la reflexión filosófica, en su despliegue, es un intento, una apuesta por comprender la totalidad desde sus fundamentos.

Si aceptamos la idea moderna de que el pensar la totalidad desde sus bases es una empresa condenada al fracaso, o que sencillamente es una tarea de hombres de tiempos pretéritos, estamos aceptando que la filosofía misma ha caducado o no tiene razón de ser. Estas palabras pueden sonar audaces y grandilocuentes a una mente abierta sólo para los hechos de la experiencia. Y no está lejos de estar justificada esa actitud, pues hay muy buenos argumentos para creer aún en la posibilidad de un pensar universal como para no creer en ella. No obstante, si vamos verdaderamente a filosofar, debemos afrontar el hecho de que la idea de dios ronda, aunque tal vez no en del mismo modo que en el pasado, en el espíritu del hombre contemporáneo. Si admitimos, como hemos dicho, que pensar a dios es pensar la totalidad, hacemos de esta incógnita una cuestión fundamental, tal vez La cuestión fundamental[1]. No pretendo decir con esta idea que la filosofía sea una teología; creo que no es erróneo distinguir entre los argumentos de la fe religiosa y los argumentos racionales, pero a la vez pienso que esta separación de aguas no es tampoco algo forzoso de hacer. Lo que me parece ineludible es que el filósofo tenga que pronunciarse respecto a esto alguna vez en su vida de pensador; tal como dice Jaspers:

Los filósofos de nuestro tiempo parecen dejar a un lado la cuestión de si Dios existe. Ni afirman su existencia, ni la niegan. Pero quien filosofa tiene que hablar. Si se duda de la existencia de Dios, tiene el filósofo que dar una respuesta, o bien no abandona la filosofía escéptica, en la que nada se sostiene, nada se afirma ni nada se niega. O bien limitándose al saber objetivamente determinado, esto es, al conocimiento científico, deja de filosofar diciendo: sobre lo que no se puede hablar, mejor callar.[2]

En efecto, sea desde el punto de vista que sea, el filósofo está obligado a responder de algún modo ante esta gran interrogante. Y este imperativo filosófico por supuesto no está exento de controversias; me refiero a la vieja y conocida tensión entre razón y fe. Por mi parte, no profundizaré en este problema de modo histórico. Me limitaré a sostener que desde un punto de vista que busca ser honrado, intelectualmente hablando, estos dos ámbitos no son irremediablemente excluyentes, si los pensamos desde una perspectiva no dogmática, ni institucional, sino que, desde el punto de vista de lo que conocemos como una teología negativa, pueden incluso complementarse. Por ende, este trabajo no busca ser sólo una exposición subjetiva de impresiones relativas a la existencia de dios, sino que quiere ser, en la medida de lo posible, un pequeño y sencillo ejercicio racional por dar con una noción que nos permita pensar a dios y por ende, la totalidad, de un modo lo más libre posible de una noción encasillable dentro de los márgenes de la religión, por lo menos de una visión religiosa exageradamente dogmática.

Pensamos la totalidad, pensamos a dios. Es lo que he señalado al comienzo; el hacer de estos ámbitos de pensamiento algo equivalente, significa adentrarse a los terrenos de un pensar metafísico, pues pensar la totalidad es pensar el Ser en su máxima generalidad. No quiero, sin embargo, hacer de esto un ensayo de metafísica, lo que me interesa es sencillamente remitirme a mostrar una concepción que me lleva a pensar a dios como origen, pero a la vez, como misterio, como lo inefable.

Pensar a dios en esos términos, como hemos dicho, en tanto misterio, o lo inefable, nos conduce a considerar el pensamiento de Dionisio Areopagita, fundador de la teología negativa. Con ello, nos vemos en medio de un pensamiento que intenta acceder, de la manera más profunda a dios; entendiendo a dios en un término peculiar, a saber, como un “dios oculto” (deus absconditus). De esto se desprende, que nos referimos a un modo de acceso muy distinto al de los pensadores cristianos anteriores, es decir, a una vía negativa. En ella, el modo en que se concibe a dios rebasa todo intento de pensarlo como ente, de objetivarlo; más bien el Areopagita a través de la vía negativa, niega precisamente todo lo que dios no es, como un dios sin fundamento, como un dios nada; nada en sentido de lo no ente. De esta manera se resalta el carácter híper-trascendente de dios, la incapacidad final de dar un nombre a dios que fije su esencia; más bien se lo concibe como aquello situado por sobre todas las cosas; una realidad como hemos mencionado, inefable. Pero esta forma de acercarse a la naturaleza divina no parte ni se agota únicamente en una negación inmediata de todo lo que dios no es, debemos transitar por otras dos vías. Hablamos primero de una vía afirmativa, vía en la que es posible enunciar predicados y propiedades a dios; por ejemplo: dios es eterno, dios es bueno, dios es bello, etc., es la vía en que se conoce a dios por medio de las creaturas del mundo:

Es en verdad causa, origen, esencia y vida de todas las cosas. [...] es Vida de los vivientes, esencia de los seres. Principio y Causa, por su bondad, de toda vida y esencia. Por su misma bondad produce y mantiene en su ser todas las cosas. Conocemos todo esto por las Santas Escrituras. Y podría decirse que en casi todas ellas verás cómo los autores sagrados forman los nombres divinos según las bondadosas manifestaciones de la Deidad.[3]

Le sigue a la vía afirmativa (via causalitatis) una vía negativa (via negationis), en la que como hemos señalado, no es posible pronunciarse sobre dios, pues todo intento de hacerlo significa pensarlo como ente; es necesario entonces, concebirlo como una realidad que trasciende todo ámbito racional de conocimiento:

¿Cómo, pues, podemos hablar de los nombres de Dios? ¿Cómo puede ser esto si el Trascendente sobrepasa todo discurso y todo conocimiento, si su morada no está al alcance de ningún ser ni entendimiento, si Él comprende, encierra, es antes y después que todas las cosas, mientras que escapa a toda percepción, imaginación, opinión, nombre, discurso, aprehensión o entender? ¿Cómo nos atreveremos a intentarlo si la Deidad está más allá de todo ser, es inefable, ningún nombre la puede definir?
Queda dicho en mis Representaciones teológicas que no podemos alcanzar con el pensamiento ni con palabras al Uno, Incognoscible, Supraesencial, la misma Bondad, la trina Unidad, tres Personas igualmente divinas y buenas.[4]

Es notable el argumento que el Areopagita desarrolla para enfrentar esta paradoja. En efecto, parece que después de caer en esta disyuntiva lo que queda es renunciar a seguir pensando en un modo de acceder a dios. El Areopagita, al contrario, asume la dificultad que se le ha presentado y parece llevarla al extremo. De modo que va a señalar:

Cuando algunas inteligencias, a imitación de los ángeles, en cuanto es posible, han llegado a deificarse de ese modo, alaban a Dios de la manera más perfecta, prescindiendo de todo discurso y olvidándose de las cosas. Real y sobrenaturalmente iluminadas por tan santa unión con la Luz, estas almas descubren que, siendo Dios causa de todo ser, Él no es nada de esto, pues de todo ser está supraesencialmente separado.

Por consiguiente, teniendo en cuenta que Dios es supraesencial a todo ser y bondad, nadie que ame la Verdad que está por encima de toda verdad le tributará homenaje como palabra, o inteligencia, o vida o ser. No. Está muy lejos de cualquier manera de ser, de todo movimiento, vida, imaginación, opinión, nombre, palabra, pensamiento, inteligencia, sustancia, estado, principio, unión, fin, inmensidad. De todo cuanto existe.[5]

Vemos entonces que hay dos caminos que parecen contradecirse el uno al otro. Por un lado se nos dice que podemos atribuir a dios las perfecciones de las criaturas, por otra parte se señala que a dios no le convienen los mismos atributos que los entes creados. En realidad, va a afirmar el Areopagita, a dios en nada le afectan las afirmaciones o negaciones que se le atribuyan. Por ende nada se le puede afirmar o negar. En la Teología Mística el Areopagita dirá:

Cuando negamos o afirmamos algo de cosas inferiores a la Causa suprema, nada le añadimos ni quitamos, porque nada puede añadir la afirmación a la que es perfecta y única Causa de todo cuanto es. Y toda negación se queda corta ante la trascendencia de quien es absolutamente simple y despojado de toda limitación. Nada puede alcanzarlo.[6]

Pues bien, hemos desembocado en esta tensión de argumentos, de vías posibles de acceso al conocimiento de dios. Dios, a partir de estas vías, no es completamente lo que afirmamos de él, ni lo que negamos completamente de él. Lo que sucede es que todo aquello que afirmamos y atribuimos a dios se queda corto para poder acceder a su esencia, y lo que negamos, por otra parte, no lo negamos por una imperfección de dios, sino porque éste excede la realidad de todas las cosas:

Como muchas veces hemos dicho, las cosas divinas han de entenderse de modo conveniente a Dios. Cuando decimos que Dios no tiene inteligencia y que no siente, queremos decir que Dios trasciende inteligencias y sentidos. No carece de ellos, sino que los posee con sobreabundancia. Por eso atribuimos la carencia de  razón a aquel que está sobre la razón; y la imperfección, a aquel que está por encima de toda perfección y es anterior a ella. Como atribuimos la oscuridad, que escapa al tacto y a la vista, al que es luz inaccesible, en cuanto excede inmensamente la luz accesible.[7]

A este modo de conocer a dios, la vía de la eminencia (via eminentiae), conlleva a concebir a dios como aquella realidad que trasciende definitivamente todas las formas de ser en el mundo. Esta es la tercera vía que el Areopagita recorre al pensar la realidad divina. Este transitar por estas tres vías nos conduce hacia la docta ignoratia, es decir, al reconocimiento de la propia ignorancia respecto al conocimiento de la esencia de dios, y por ende a la renuncia de todo tipo de representación de lo que dios sería. La experiencia mística que se devela en este tránsito conlleva al silencio, a la aceptación de lo invisible e ignoto, la elevada renuncia a todo conocimiento.

Decía al comienzo, que en los ámbitos de la fe y la razón no hay en realidad un antagonismo radical. Aquí podríamos afirmarnos en la creencia de Tomás de Aquino que la fe puede ser fundamentada racionalmente. Me gustaría sostener además, para completar esta afirmación, que la razón puede ser fundamentada por la fuerza de la fe. Pero quiero llevar al extremo esta idea, pues en realidad busco salir de los márgenes cristianos en que pensamos tradicionalmente, por lo menos en nuestra cultura occidental, a dios. El análisis de las vías de Dionisio Areopagita me lleva a tratar de pensar una concepción, tal vez no nueva ni revolucionaria, pero bastante más personal de dios, por supuesto no intento convencer a nadie con ella. Me parece ver, que en lo que he señalado como una fundamentación de la razón por la fuerza de la fe, se recobra en cierto sentido, una complementación similar a la que Platón desarrollaba con los mitos. En varias de sus famosas obras, de carácter aporéticas, el mito juega un rol fundamental, pues precisamente permite abrir una posible vía para salir, o comprender las enseñanzas que en el diálogo no se alcanzaban a desarrollar por completo. Pero no quiero centrarme tampoco en la obra de Platón, lo que me gustaría extraer es ese elemento de complementación que me permitiría sostener la fundamentación de la razón por la fe.

La vía negativa del Areopagita, me parece que es el camino opuesto al de Platón. Los mitos platónicos buscaban iluminar la oscuridad de la aporía y la circularidad en que el diálogo terminaba. El gesto del Areopagita, es como digo, diametralmente opuesto, pero no excluyente, pues el silencio -u oscuridad- en el que se refugia es un silencio racional, por más mística que sea esta vía. Por ello, pienso que es posible pensar razón y fe de modo correlativo, en que la razón se eleva hasta su máxima expresión y alcance, y se complementa con una confianza que aunque oscura o silenciosa, no agota las posibilidades de pensar en la trascendencia:

“No obstante lo anterior, lo trascendente no puede ser concebido simplemente en términos de un más allá de todo, como “algo” más allá del mundo y del cosmos, sino como lo correspondiente al origen último de lo ente, de cada cosa; y ello indefectiblemente tiene que escapársenos.”[8]  

De este modo, en efecto, me parece que al pensar a dios, pensamos en la totalidad; es decir, observamos nuestra realidad circundante, y después de suspender todo lo que doctrinal, científica o filosóficamente se dice sobre el origen del mundo y de la vida en él, nos entregamos al misterio que habita en el hecho mismo de que exista el cosmos, el mundo y nosotros en él. Dicho de otro modo, en el pensamiento libre de todo prejuicio que se pueda presentar, el espectáculo mismo del Ser nos conduce a pensar en que esto no puede haber surgido de manera espontánea y sin motivo alguno. Aquí camino en las inmediaciones de la fe religiosa, pero he tratado de mostrar que ello no significa un acto que atropella el pensamiento racional, sino que incluso, puede ser un acto de racionalidad suprema.

Por ende, independientemente de si creemos en dios, en los dioses, o incluso si no creemos en un ente dios, porque finalmente si hablamos de él lo estamos entificando de algún modo, me parece que la razón, tal como Kant afirmaba en los prólogos de la Crítica de la razón pura, llevada a sus máximos esfuerzo nos conduce inevitablemente, como decía al comienzo, a pensar en la totalidad y por ende en el origen de todo lo existente, pero como un origen inefable y profundamente misterioso.    





[1] Tal como Heidegger, al preguntar por qué hay Ser y no más bien la Nada.
[2] Jaspers, K. La Filosofía, desde el punto de vista de la existencia. Trad. José Gaos. México: FCE, 1996, p. 34
[3] Los nombres de Dios. En: Obras completas del Pseudo Dionisio Areopagita. Ed. Theodoro H. Martín. Madrid: BAC, 1990, p. 272
[4] Ibíd, p. 274
[5] Ibíd, pp. 274-275
[6] Teología mística. En: Obras completas del Pseudo Dionisio Areopagita. Ed. Theodoro H. Martín. Madrid: BAC, 1990, p. 379-380
[7] Los nombres de Dios., pp. 337-338
[8] Holzapfel, C. Deus Absconditus. Santiago: Dolmen, 1995, p. 146