jueves, 26 de julio de 2012

Apreciaciones en torno a la idea de Dios al modo de la teología negativa de Dionisio Areopagita




Pensar filosóficamente a dios es sin duda un enorme esfuerzo de la razón por comprender la totalidad de lo existente. Digo la totalidad de lo existente en el sentido de que la mayor parte de los filósofos de la historia, en sus esfuerzos por entender y explicar racionalmente el mundo y al hombre mismo en él, han elevado sus ideas hasta toparse inevitablemente con la pregunta sobre la esencia divina, el origen y el sostén de toda la realidad. Por ende, la reflexión filosófica, en su despliegue, es un intento, una apuesta por comprender la totalidad desde sus fundamentos.

Si aceptamos la idea moderna de que el pensar la totalidad desde sus bases es una empresa condenada al fracaso, o que sencillamente es una tarea de hombres de tiempos pretéritos, estamos aceptando que la filosofía misma ha caducado o no tiene razón de ser. Estas palabras pueden sonar audaces y grandilocuentes a una mente abierta sólo para los hechos de la experiencia. Y no está lejos de estar justificada esa actitud, pues hay muy buenos argumentos para creer aún en la posibilidad de un pensar universal como para no creer en ella. No obstante, si vamos verdaderamente a filosofar, debemos afrontar el hecho de que la idea de dios ronda, aunque tal vez no en del mismo modo que en el pasado, en el espíritu del hombre contemporáneo. Si admitimos, como hemos dicho, que pensar a dios es pensar la totalidad, hacemos de esta incógnita una cuestión fundamental, tal vez La cuestión fundamental[1]. No pretendo decir con esta idea que la filosofía sea una teología; creo que no es erróneo distinguir entre los argumentos de la fe religiosa y los argumentos racionales, pero a la vez pienso que esta separación de aguas no es tampoco algo forzoso de hacer. Lo que me parece ineludible es que el filósofo tenga que pronunciarse respecto a esto alguna vez en su vida de pensador; tal como dice Jaspers:

Los filósofos de nuestro tiempo parecen dejar a un lado la cuestión de si Dios existe. Ni afirman su existencia, ni la niegan. Pero quien filosofa tiene que hablar. Si se duda de la existencia de Dios, tiene el filósofo que dar una respuesta, o bien no abandona la filosofía escéptica, en la que nada se sostiene, nada se afirma ni nada se niega. O bien limitándose al saber objetivamente determinado, esto es, al conocimiento científico, deja de filosofar diciendo: sobre lo que no se puede hablar, mejor callar.[2]

En efecto, sea desde el punto de vista que sea, el filósofo está obligado a responder de algún modo ante esta gran interrogante. Y este imperativo filosófico por supuesto no está exento de controversias; me refiero a la vieja y conocida tensión entre razón y fe. Por mi parte, no profundizaré en este problema de modo histórico. Me limitaré a sostener que desde un punto de vista que busca ser honrado, intelectualmente hablando, estos dos ámbitos no son irremediablemente excluyentes, si los pensamos desde una perspectiva no dogmática, ni institucional, sino que, desde el punto de vista de lo que conocemos como una teología negativa, pueden incluso complementarse. Por ende, este trabajo no busca ser sólo una exposición subjetiva de impresiones relativas a la existencia de dios, sino que quiere ser, en la medida de lo posible, un pequeño y sencillo ejercicio racional por dar con una noción que nos permita pensar a dios y por ende, la totalidad, de un modo lo más libre posible de una noción encasillable dentro de los márgenes de la religión, por lo menos de una visión religiosa exageradamente dogmática.

Pensamos la totalidad, pensamos a dios. Es lo que he señalado al comienzo; el hacer de estos ámbitos de pensamiento algo equivalente, significa adentrarse a los terrenos de un pensar metafísico, pues pensar la totalidad es pensar el Ser en su máxima generalidad. No quiero, sin embargo, hacer de esto un ensayo de metafísica, lo que me interesa es sencillamente remitirme a mostrar una concepción que me lleva a pensar a dios como origen, pero a la vez, como misterio, como lo inefable.

Pensar a dios en esos términos, como hemos dicho, en tanto misterio, o lo inefable, nos conduce a considerar el pensamiento de Dionisio Areopagita, fundador de la teología negativa. Con ello, nos vemos en medio de un pensamiento que intenta acceder, de la manera más profunda a dios; entendiendo a dios en un término peculiar, a saber, como un “dios oculto” (deus absconditus). De esto se desprende, que nos referimos a un modo de acceso muy distinto al de los pensadores cristianos anteriores, es decir, a una vía negativa. En ella, el modo en que se concibe a dios rebasa todo intento de pensarlo como ente, de objetivarlo; más bien el Areopagita a través de la vía negativa, niega precisamente todo lo que dios no es, como un dios sin fundamento, como un dios nada; nada en sentido de lo no ente. De esta manera se resalta el carácter híper-trascendente de dios, la incapacidad final de dar un nombre a dios que fije su esencia; más bien se lo concibe como aquello situado por sobre todas las cosas; una realidad como hemos mencionado, inefable. Pero esta forma de acercarse a la naturaleza divina no parte ni se agota únicamente en una negación inmediata de todo lo que dios no es, debemos transitar por otras dos vías. Hablamos primero de una vía afirmativa, vía en la que es posible enunciar predicados y propiedades a dios; por ejemplo: dios es eterno, dios es bueno, dios es bello, etc., es la vía en que se conoce a dios por medio de las creaturas del mundo:

Es en verdad causa, origen, esencia y vida de todas las cosas. [...] es Vida de los vivientes, esencia de los seres. Principio y Causa, por su bondad, de toda vida y esencia. Por su misma bondad produce y mantiene en su ser todas las cosas. Conocemos todo esto por las Santas Escrituras. Y podría decirse que en casi todas ellas verás cómo los autores sagrados forman los nombres divinos según las bondadosas manifestaciones de la Deidad.[3]

Le sigue a la vía afirmativa (via causalitatis) una vía negativa (via negationis), en la que como hemos señalado, no es posible pronunciarse sobre dios, pues todo intento de hacerlo significa pensarlo como ente; es necesario entonces, concebirlo como una realidad que trasciende todo ámbito racional de conocimiento:

¿Cómo, pues, podemos hablar de los nombres de Dios? ¿Cómo puede ser esto si el Trascendente sobrepasa todo discurso y todo conocimiento, si su morada no está al alcance de ningún ser ni entendimiento, si Él comprende, encierra, es antes y después que todas las cosas, mientras que escapa a toda percepción, imaginación, opinión, nombre, discurso, aprehensión o entender? ¿Cómo nos atreveremos a intentarlo si la Deidad está más allá de todo ser, es inefable, ningún nombre la puede definir?
Queda dicho en mis Representaciones teológicas que no podemos alcanzar con el pensamiento ni con palabras al Uno, Incognoscible, Supraesencial, la misma Bondad, la trina Unidad, tres Personas igualmente divinas y buenas.[4]

Es notable el argumento que el Areopagita desarrolla para enfrentar esta paradoja. En efecto, parece que después de caer en esta disyuntiva lo que queda es renunciar a seguir pensando en un modo de acceder a dios. El Areopagita, al contrario, asume la dificultad que se le ha presentado y parece llevarla al extremo. De modo que va a señalar:

Cuando algunas inteligencias, a imitación de los ángeles, en cuanto es posible, han llegado a deificarse de ese modo, alaban a Dios de la manera más perfecta, prescindiendo de todo discurso y olvidándose de las cosas. Real y sobrenaturalmente iluminadas por tan santa unión con la Luz, estas almas descubren que, siendo Dios causa de todo ser, Él no es nada de esto, pues de todo ser está supraesencialmente separado.

Por consiguiente, teniendo en cuenta que Dios es supraesencial a todo ser y bondad, nadie que ame la Verdad que está por encima de toda verdad le tributará homenaje como palabra, o inteligencia, o vida o ser. No. Está muy lejos de cualquier manera de ser, de todo movimiento, vida, imaginación, opinión, nombre, palabra, pensamiento, inteligencia, sustancia, estado, principio, unión, fin, inmensidad. De todo cuanto existe.[5]

Vemos entonces que hay dos caminos que parecen contradecirse el uno al otro. Por un lado se nos dice que podemos atribuir a dios las perfecciones de las criaturas, por otra parte se señala que a dios no le convienen los mismos atributos que los entes creados. En realidad, va a afirmar el Areopagita, a dios en nada le afectan las afirmaciones o negaciones que se le atribuyan. Por ende nada se le puede afirmar o negar. En la Teología Mística el Areopagita dirá:

Cuando negamos o afirmamos algo de cosas inferiores a la Causa suprema, nada le añadimos ni quitamos, porque nada puede añadir la afirmación a la que es perfecta y única Causa de todo cuanto es. Y toda negación se queda corta ante la trascendencia de quien es absolutamente simple y despojado de toda limitación. Nada puede alcanzarlo.[6]

Pues bien, hemos desembocado en esta tensión de argumentos, de vías posibles de acceso al conocimiento de dios. Dios, a partir de estas vías, no es completamente lo que afirmamos de él, ni lo que negamos completamente de él. Lo que sucede es que todo aquello que afirmamos y atribuimos a dios se queda corto para poder acceder a su esencia, y lo que negamos, por otra parte, no lo negamos por una imperfección de dios, sino porque éste excede la realidad de todas las cosas:

Como muchas veces hemos dicho, las cosas divinas han de entenderse de modo conveniente a Dios. Cuando decimos que Dios no tiene inteligencia y que no siente, queremos decir que Dios trasciende inteligencias y sentidos. No carece de ellos, sino que los posee con sobreabundancia. Por eso atribuimos la carencia de  razón a aquel que está sobre la razón; y la imperfección, a aquel que está por encima de toda perfección y es anterior a ella. Como atribuimos la oscuridad, que escapa al tacto y a la vista, al que es luz inaccesible, en cuanto excede inmensamente la luz accesible.[7]

A este modo de conocer a dios, la vía de la eminencia (via eminentiae), conlleva a concebir a dios como aquella realidad que trasciende definitivamente todas las formas de ser en el mundo. Esta es la tercera vía que el Areopagita recorre al pensar la realidad divina. Este transitar por estas tres vías nos conduce hacia la docta ignoratia, es decir, al reconocimiento de la propia ignorancia respecto al conocimiento de la esencia de dios, y por ende a la renuncia de todo tipo de representación de lo que dios sería. La experiencia mística que se devela en este tránsito conlleva al silencio, a la aceptación de lo invisible e ignoto, la elevada renuncia a todo conocimiento.

Decía al comienzo, que en los ámbitos de la fe y la razón no hay en realidad un antagonismo radical. Aquí podríamos afirmarnos en la creencia de Tomás de Aquino que la fe puede ser fundamentada racionalmente. Me gustaría sostener además, para completar esta afirmación, que la razón puede ser fundamentada por la fuerza de la fe. Pero quiero llevar al extremo esta idea, pues en realidad busco salir de los márgenes cristianos en que pensamos tradicionalmente, por lo menos en nuestra cultura occidental, a dios. El análisis de las vías de Dionisio Areopagita me lleva a tratar de pensar una concepción, tal vez no nueva ni revolucionaria, pero bastante más personal de dios, por supuesto no intento convencer a nadie con ella. Me parece ver, que en lo que he señalado como una fundamentación de la razón por la fuerza de la fe, se recobra en cierto sentido, una complementación similar a la que Platón desarrollaba con los mitos. En varias de sus famosas obras, de carácter aporéticas, el mito juega un rol fundamental, pues precisamente permite abrir una posible vía para salir, o comprender las enseñanzas que en el diálogo no se alcanzaban a desarrollar por completo. Pero no quiero centrarme tampoco en la obra de Platón, lo que me gustaría extraer es ese elemento de complementación que me permitiría sostener la fundamentación de la razón por la fe.

La vía negativa del Areopagita, me parece que es el camino opuesto al de Platón. Los mitos platónicos buscaban iluminar la oscuridad de la aporía y la circularidad en que el diálogo terminaba. El gesto del Areopagita, es como digo, diametralmente opuesto, pero no excluyente, pues el silencio -u oscuridad- en el que se refugia es un silencio racional, por más mística que sea esta vía. Por ello, pienso que es posible pensar razón y fe de modo correlativo, en que la razón se eleva hasta su máxima expresión y alcance, y se complementa con una confianza que aunque oscura o silenciosa, no agota las posibilidades de pensar en la trascendencia:

“No obstante lo anterior, lo trascendente no puede ser concebido simplemente en términos de un más allá de todo, como “algo” más allá del mundo y del cosmos, sino como lo correspondiente al origen último de lo ente, de cada cosa; y ello indefectiblemente tiene que escapársenos.”[8]  

De este modo, en efecto, me parece que al pensar a dios, pensamos en la totalidad; es decir, observamos nuestra realidad circundante, y después de suspender todo lo que doctrinal, científica o filosóficamente se dice sobre el origen del mundo y de la vida en él, nos entregamos al misterio que habita en el hecho mismo de que exista el cosmos, el mundo y nosotros en él. Dicho de otro modo, en el pensamiento libre de todo prejuicio que se pueda presentar, el espectáculo mismo del Ser nos conduce a pensar en que esto no puede haber surgido de manera espontánea y sin motivo alguno. Aquí camino en las inmediaciones de la fe religiosa, pero he tratado de mostrar que ello no significa un acto que atropella el pensamiento racional, sino que incluso, puede ser un acto de racionalidad suprema.

Por ende, independientemente de si creemos en dios, en los dioses, o incluso si no creemos en un ente dios, porque finalmente si hablamos de él lo estamos entificando de algún modo, me parece que la razón, tal como Kant afirmaba en los prólogos de la Crítica de la razón pura, llevada a sus máximos esfuerzo nos conduce inevitablemente, como decía al comienzo, a pensar en la totalidad y por ende en el origen de todo lo existente, pero como un origen inefable y profundamente misterioso.    





[1] Tal como Heidegger, al preguntar por qué hay Ser y no más bien la Nada.
[2] Jaspers, K. La Filosofía, desde el punto de vista de la existencia. Trad. José Gaos. México: FCE, 1996, p. 34
[3] Los nombres de Dios. En: Obras completas del Pseudo Dionisio Areopagita. Ed. Theodoro H. Martín. Madrid: BAC, 1990, p. 272
[4] Ibíd, p. 274
[5] Ibíd, pp. 274-275
[6] Teología mística. En: Obras completas del Pseudo Dionisio Areopagita. Ed. Theodoro H. Martín. Madrid: BAC, 1990, p. 379-380
[7] Los nombres de Dios., pp. 337-338
[8] Holzapfel, C. Deus Absconditus. Santiago: Dolmen, 1995, p. 146

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