Pensar filosóficamente a dios
es sin duda un enorme esfuerzo de la razón por comprender la totalidad de lo
existente. Digo la totalidad de lo existente en el sentido de que la mayor
parte de los filósofos de la historia, en sus esfuerzos por entender y explicar
racionalmente el mundo y al hombre mismo en él, han elevado sus ideas hasta
toparse inevitablemente con la pregunta sobre la esencia divina, el origen y el
sostén de toda la realidad. Por ende, la reflexión filosófica, en su
despliegue, es un intento, una apuesta por comprender la totalidad desde sus
fundamentos.
Si aceptamos la idea moderna
de que el pensar la totalidad desde sus bases es una empresa condenada al
fracaso, o que sencillamente es una tarea de hombres de tiempos pretéritos,
estamos aceptando que la filosofía misma ha caducado o no tiene razón de ser.
Estas palabras pueden sonar audaces y grandilocuentes a una mente abierta sólo
para los hechos de la experiencia. Y no está lejos de estar justificada esa
actitud, pues hay muy buenos argumentos para creer aún en la posibilidad de un
pensar universal como para no creer en ella. No obstante, si vamos
verdaderamente a filosofar, debemos afrontar el hecho de que la idea de dios
ronda, aunque tal vez no en del mismo modo que en el pasado, en el espíritu del
hombre contemporáneo. Si admitimos, como hemos dicho, que pensar a dios es
pensar la totalidad, hacemos de esta incógnita una cuestión fundamental, tal
vez La cuestión fundamental[1].
No pretendo decir con esta idea que la filosofía sea una teología; creo que no
es erróneo distinguir entre los argumentos de la fe religiosa y los argumentos
racionales, pero a la vez pienso que esta separación de aguas no es tampoco algo
forzoso de hacer. Lo que me parece ineludible es que el filósofo tenga que
pronunciarse respecto a esto alguna vez en su vida de pensador; tal como dice
Jaspers:
Los
filósofos de nuestro tiempo parecen dejar a un lado la cuestión de si Dios
existe. Ni afirman su existencia, ni la niegan. Pero quien filosofa tiene que
hablar. Si se duda de la existencia de Dios, tiene el filósofo que dar una
respuesta, o bien no abandona la filosofía escéptica, en la que nada se
sostiene, nada se afirma ni nada se niega. O bien limitándose al saber
objetivamente determinado, esto es, al conocimiento científico, deja de
filosofar diciendo: sobre lo que no se puede hablar, mejor callar.[2]
En efecto, sea desde el punto
de vista que sea, el filósofo está obligado a responder de algún modo ante esta
gran interrogante. Y este imperativo filosófico por supuesto no está exento de
controversias; me refiero a la vieja y conocida tensión entre razón y fe. Por
mi parte, no profundizaré en este problema de modo histórico. Me limitaré a
sostener que desde un punto de vista que busca ser honrado, intelectualmente
hablando, estos dos ámbitos no son irremediablemente excluyentes, si los
pensamos desde una perspectiva no dogmática, ni institucional, sino que, desde
el punto de vista de lo que conocemos como una teología negativa, pueden incluso complementarse. Por ende, este
trabajo no busca ser sólo una exposición subjetiva de impresiones relativas a
la existencia de dios, sino que quiere ser, en la medida de lo posible, un pequeño
y sencillo ejercicio racional por dar con una noción que nos permita pensar a
dios y por ende, la totalidad, de un modo lo más libre posible de una noción
encasillable dentro de los márgenes de la religión, por lo menos de una visión
religiosa exageradamente dogmática.
Pensamos la totalidad,
pensamos a dios. Es lo que he señalado al comienzo; el hacer de estos ámbitos
de pensamiento algo equivalente, significa adentrarse a los terrenos de un
pensar metafísico, pues pensar la totalidad es pensar el Ser en su máxima generalidad. No quiero, sin embargo, hacer de esto
un ensayo de metafísica, lo que me interesa es sencillamente remitirme a
mostrar una concepción que me lleva a pensar a dios como origen, pero a la vez, como misterio, como lo inefable.
Pensar a dios en esos
términos, como hemos dicho, en tanto misterio, o lo inefable, nos conduce a
considerar el pensamiento de Dionisio Areopagita, fundador de la teología
negativa. Con ello, nos vemos en medio de un pensamiento que intenta acceder,
de la manera más profunda a dios; entendiendo a dios en un término peculiar, a
saber, como un “dios oculto” (deus absconditus). De esto se desprende, que
nos referimos a un modo de acceso muy distinto al de los pensadores cristianos
anteriores, es decir, a una vía negativa.
En ella, el modo en que se concibe a dios rebasa todo intento de pensarlo como
ente, de objetivarlo; más bien el Areopagita a través de la vía negativa, niega
precisamente todo lo que dios no es, como un dios sin fundamento, como un dios nada; nada en sentido de lo no ente. De esta manera se resalta el
carácter híper-trascendente de dios,
la incapacidad final de dar un nombre a dios que fije su esencia; más bien se
lo concibe como aquello situado por sobre todas las cosas; una realidad como
hemos mencionado, inefable. Pero esta forma de acercarse a la naturaleza divina
no parte ni se agota únicamente en una negación inmediata de todo lo que dios
no es, debemos transitar por otras dos vías. Hablamos primero de una vía afirmativa, vía en la que es posible
enunciar predicados y propiedades a dios; por ejemplo: dios es eterno, dios es
bueno, dios es bello, etc., es la vía en que se conoce a dios por medio de las
creaturas del mundo:
Es en
verdad causa, origen, esencia y vida de todas las cosas. [...] es Vida de los
vivientes, esencia de los seres. Principio y Causa, por su bondad, de toda vida
y esencia. Por su misma bondad produce y mantiene en su ser todas las cosas.
Conocemos todo esto por las Santas Escrituras. Y podría decirse que en casi
todas ellas verás cómo los autores sagrados forman los nombres divinos según
las bondadosas manifestaciones de la Deidad.[3]
Le sigue a la vía afirmativa (via causalitatis) una vía
negativa (via negationis), en la
que como hemos señalado, no es posible pronunciarse sobre dios, pues todo
intento de hacerlo significa pensarlo como ente; es necesario entonces,
concebirlo como una realidad que trasciende todo ámbito racional de
conocimiento:
¿Cómo,
pues, podemos hablar de los nombres de Dios? ¿Cómo puede ser esto si el
Trascendente sobrepasa todo discurso y todo conocimiento, si su morada no está
al alcance de ningún ser ni entendimiento, si Él comprende, encierra, es antes
y después que todas las cosas, mientras que escapa a toda percepción,
imaginación, opinión, nombre, discurso, aprehensión o entender? ¿Cómo nos
atreveremos a intentarlo si la Deidad está más allá de todo ser, es inefable,
ningún nombre la puede definir?
Queda
dicho en mis Representaciones teológicas que no podemos alcanzar con el
pensamiento ni con palabras al Uno, Incognoscible, Supraesencial, la misma
Bondad, la trina Unidad, tres Personas igualmente divinas y buenas.[4]
Es notable el argumento que el
Areopagita desarrolla para enfrentar esta paradoja. En efecto, parece que
después de caer en esta disyuntiva lo que queda es renunciar a seguir pensando
en un modo de acceder a dios. El Areopagita, al contrario, asume la dificultad
que se le ha presentado y parece llevarla al extremo. De modo que va a señalar:
Cuando
algunas inteligencias, a imitación de los ángeles, en cuanto es posible, han
llegado a deificarse de ese modo, alaban a Dios de la manera más perfecta,
prescindiendo de todo discurso y olvidándose de las cosas. Real y
sobrenaturalmente iluminadas por tan santa unión con la Luz, estas almas
descubren que, siendo Dios causa de todo ser, Él no es nada de esto, pues de
todo ser está supraesencialmente separado.
Por
consiguiente, teniendo en cuenta que Dios es supraesencial a todo ser y bondad,
nadie que ame la Verdad que está por encima de toda verdad le tributará
homenaje como palabra, o inteligencia, o vida o ser. No. Está muy lejos de
cualquier manera de ser, de todo movimiento, vida, imaginación, opinión,
nombre, palabra, pensamiento, inteligencia, sustancia, estado, principio, unión,
fin, inmensidad. De todo cuanto existe.[5]
Vemos entonces que hay dos
caminos que parecen contradecirse el uno al otro. Por un lado se nos dice que
podemos atribuir a dios las perfecciones de las criaturas, por otra parte se
señala que a dios no le convienen los mismos atributos que los entes creados.
En realidad, va a afirmar el Areopagita, a dios en nada le afectan las
afirmaciones o negaciones que se le atribuyan. Por ende nada se le puede
afirmar o negar. En la Teología Mística
el Areopagita dirá:
Cuando
negamos o afirmamos algo de cosas inferiores a la Causa suprema, nada le
añadimos ni quitamos, porque nada puede añadir la afirmación a la que es
perfecta y única Causa de todo cuanto es. Y toda negación se queda corta ante
la trascendencia de quien es absolutamente simple y despojado de toda limitación.
Nada puede alcanzarlo.[6]
Pues bien, hemos desembocado
en esta tensión de argumentos, de vías posibles de acceso al conocimiento de
dios. Dios, a partir de estas vías, no es completamente lo que afirmamos de él,
ni lo que negamos completamente de él. Lo que sucede es que todo aquello que
afirmamos y atribuimos a dios se queda corto para poder acceder a su esencia, y
lo que negamos, por otra parte, no lo negamos por una imperfección de dios,
sino porque éste excede la realidad de todas las cosas:
Como
muchas veces hemos dicho, las cosas divinas han de entenderse de modo
conveniente a Dios. Cuando decimos que Dios no tiene inteligencia y que no
siente, queremos decir que Dios trasciende inteligencias y sentidos. No carece
de ellos, sino que los posee con sobreabundancia. Por eso atribuimos la
carencia de razón a aquel que está sobre
la razón; y la imperfección, a aquel que está por encima de toda perfección y
es anterior a ella. Como atribuimos la oscuridad, que escapa al tacto y a la
vista, al que es luz inaccesible, en cuanto excede inmensamente la luz
accesible.[7]
A este modo de conocer a dios,
la vía de la eminencia (via eminentiae), conlleva a concebir a
dios como aquella realidad que trasciende definitivamente todas las formas de
ser en el mundo. Esta es la tercera vía que el Areopagita recorre al pensar la
realidad divina. Este transitar por estas tres vías nos conduce hacia la docta ignoratia, es decir, al
reconocimiento de la propia ignorancia respecto al conocimiento de la esencia
de dios, y por ende a la renuncia de todo tipo de representación de lo que dios
sería. La experiencia mística que se
devela en este tránsito conlleva al silencio, a la aceptación de lo invisible e
ignoto, la elevada renuncia a todo conocimiento.
Decía al comienzo, que en los
ámbitos de la fe y la razón no hay en realidad un antagonismo radical. Aquí
podríamos afirmarnos en la creencia de Tomás de Aquino que la fe puede ser
fundamentada racionalmente. Me gustaría sostener además, para completar esta
afirmación, que la razón puede ser fundamentada por la fuerza de la fe. Pero
quiero llevar al extremo esta idea, pues en realidad busco salir de los
márgenes cristianos en que pensamos tradicionalmente, por lo menos en nuestra
cultura occidental, a dios. El análisis de las vías de Dionisio Areopagita me
lleva a tratar de pensar una concepción, tal vez no nueva ni revolucionaria,
pero bastante más personal de dios, por supuesto no intento convencer a nadie
con ella. Me parece ver, que en lo que he señalado como una fundamentación de la
razón por la fuerza de la fe, se recobra en cierto sentido, una complementación
similar a la que Platón desarrollaba con los mitos. En varias de sus famosas
obras, de carácter aporéticas, el mito juega un rol fundamental, pues
precisamente permite abrir una posible vía para salir, o comprender las
enseñanzas que en el diálogo no se alcanzaban a desarrollar por completo. Pero
no quiero centrarme tampoco en la obra de Platón, lo que me gustaría extraer es
ese elemento de complementación que me permitiría sostener la fundamentación de
la razón por la fe.
La vía negativa del
Areopagita, me parece que es el camino opuesto al de Platón. Los mitos
platónicos buscaban iluminar la oscuridad de la aporía y la circularidad en que
el diálogo terminaba. El gesto del Areopagita, es como digo, diametralmente
opuesto, pero no excluyente, pues el silencio -u oscuridad- en el que se
refugia es un silencio racional, por más mística que sea esta vía. Por ello,
pienso que es posible pensar razón y fe de modo correlativo, en que la razón se
eleva hasta su máxima expresión y alcance, y se complementa con una confianza que
aunque oscura o silenciosa, no agota las posibilidades de pensar en la
trascendencia:
“No
obstante lo anterior, lo trascendente no puede ser concebido simplemente en
términos de un más allá de todo, como
“algo” más allá del mundo y del cosmos, sino como lo correspondiente al origen
último de lo ente, de cada cosa; y ello indefectiblemente tiene que
escapársenos.”[8]
De este modo, en efecto, me
parece que al pensar a dios, pensamos en la totalidad; es decir, observamos
nuestra realidad circundante, y después de suspender todo lo que doctrinal,
científica o filosóficamente se dice sobre el origen del mundo y de la vida en
él, nos entregamos al misterio que habita en el hecho mismo de que exista el
cosmos, el mundo y nosotros en él. Dicho de otro modo, en el pensamiento libre
de todo prejuicio que se pueda presentar, el espectáculo mismo del Ser nos
conduce a pensar en que esto no puede haber surgido de manera espontánea y sin
motivo alguno. Aquí camino en las inmediaciones de la fe religiosa, pero he tratado
de mostrar que ello no significa un acto que atropella el pensamiento racional,
sino que incluso, puede ser un acto de racionalidad suprema.
Por ende, independientemente
de si creemos en dios, en los dioses,
o incluso si no creemos en un ente dios,
porque finalmente si hablamos de él lo estamos entificando de algún modo, me
parece que la razón, tal como Kant afirmaba en los prólogos de la Crítica de la razón pura, llevada a sus
máximos esfuerzo nos conduce inevitablemente, como decía al comienzo, a pensar
en la totalidad y por ende en el origen de todo lo existente, pero como un
origen inefable y profundamente misterioso.
[1] Tal como Heidegger, al
preguntar por qué hay Ser y no más
bien la Nada.
[2] Jaspers, K. La Filosofía, desde el punto de vista de la
existencia. Trad. José Gaos. México: FCE, 1996, p. 34
[3] Los nombres de Dios. En: Obras
completas del Pseudo Dionisio Areopagita. Ed. Theodoro H. Martín. Madrid:
BAC, 1990, p. 272
[4] Ibíd, p. 274
[5] Ibíd, pp. 274-275
[6] Teología mística. En: Obras completas del
Pseudo Dionisio Areopagita. Ed. Theodoro H. Martín. Madrid: BAC, 1990, p. 379-380
[7] Los nombres de Dios., pp. 337-338
[8] Holzapfel, C. Deus Absconditus. Santiago: Dolmen,
1995, p. 146
No hay comentarios:
Publicar un comentario