En la obra La enfermedad mortal,
Kierkegaard nos presenta tres modos en que la desesperación, enfermedad que se da propiamente en el espíritu del
hombre, se manifiesta. Estos modos de desesperar pueden ser definidos dentro de
los tres estadios que el autor señala como: el estadio estético, el estadio
ético y el estadio religioso. De esta manera, la desesperación, viene a darse
primero en el sujeto que ignora su condición espiritual, es decir, en el hombre
que desconoce el hecho ineludible de ser una síntesis, una relación entre
finitud e infinitud, de inmanencia y trascendencia, necesidad y libertad; este
sujeto es el esteta, el cual se sumerge en el mundo y se mezcla en la masa, se
entrega a la inmediatez de las cosas, a la realización de sus deseos más
próximos y al goce que sus sentidos le otorgan. Por ello, este modo de
desesperación puede definirse también como un estado en que el sujeto ignora su
ser reflexivo y auto-constituyente. El segundo modo de desesperación, se da en
el hombre ético, en aquel que asume una postura, un compromiso y se entrega al
cumplimiento del deber. Este sujeto desespera, en palabras de Kierkegaard, no
porque ignore poseer un yo, tal como el esteta, más bien este desespera según
el filósofo, precisamente por no querer ser sí
mismo, por el hecho de
auto-postergarse en pos del papel que ha asumido y al cual se aferra firmemente.
Por último, el tercer estado pertenece al hombre religioso; en él se manifiesta
el salto, la diferencia cualitativa entre el hombre de la multitud o el bruto y
el hombre que se ha elevado sobre ellos, de frente a la trascendencia y la
infinitud, pero que sin embargo en ese querer ser sí mismo, cae en la misma
lógica del que no quiere serlo, pues debe elegir y elegirse perpetuamente
dejando atrás los otros estadios quedando expuesto a desesperar.
Ahora
bien, si analizamos los tres estadios definidos por Kierkegaard y los
comprendemos como modos o síntomas en que la desesperación se manifiesta,
podemos encontrar un elemento originario, concomitante y que subyace en el
hecho de desesperar; a este elemento lo podemos comprender con el nombre de “ser
deseante”. En efecto, es bastante claro este hecho, pues en los tres modos que
hemos expuesto el deseo se expresa tácitamente; en el primer estadio, donde el
sujeto se encuentra entregado al cumplimiento inmediato de sus deseos; el
hombre estético, en este sentido, se hace presa de sus deseos, éstos cobran
vida, por decirlo de un modo, y se realizan a través de él tomándolo como medio
de expresión. En el segundo caso, el del hombre ético, el deseo se mueve
subrepticiamente, no es tan explícito como en el primer caso. No obstante, éste
se da con la misma fuerza en la medida que el sujeto hace suyo el deseo de los
otros, adopta y quiere realizar un deseo que le adviene desde fuera,
heterónomamente, como una orden que estructura y perfila su ser; el sujeto ético
se descubre ciertamente como una subjetividad sui generis, pero se ve determinado por los imperativos que asume y
termina aunándose también en la seguridad que la multitud le provee.
Finalmente, en el estadio del hombre religioso, el deseo se muestra precisamente
en el hecho de querer –desesperadamente- ser sí mismo; en la toma de consciencia de su libertad y las
posibilidades que se exhiben frente a él y que lo invitan a tomar una decisión. De este modo, queremos
proponer esa condición de “ser deseante” como una cuarta manera de desesperar y
no tan solo como un fenómeno transversal a los tres restantes. Nos parece,
efectivamente, que el ser deseante no pertenece exclusivamente a alguno de
estos tres estadios y que se puede comprender como un modo de ser, como una
estructura ontológica inherente al sujeto y que representa una parte importante
dentro de la síntesis que Kierkegaard ha llamado espíritu.
Siguiendo
entonces la reflexión de Kierkegaard, la posibilidad y la tarea de ser sí mismo
es una realidad problemática, pues como dice él mismo:
(…)
un yo siempre está en devenir en todos y cada uno de los momentos de su
existencia, puesto que el yo κατά δύναμον realmente no existe, sino que
meramente es algo que tiene que hacerse. Por lo tanto, el yo no es sí mismo
mientras no se haga sí mismo, y el no ser sí mismo es cabalmente la
desesperación.[1]
De
esta manera, el planteamiento que nos hace Kierkegaard, apunta a disolver las
pretensiones sistemáticas de constituir un yo
sustancia, autoevidente y transparente para sí. De modo que la condición
irremediable del sujeto es la de auto-elegirse constantemente, desplegarse en
la existencia con el fin de dejar de ser un sí mismo y llegar a ser un yo
concreto. Esto implica necesaria y paradójicamente, dejar de ser para ser; en
ello se funda la desesperación y en ello queremos ver cómo se articula la
condición de ser deseante entre las otras formas de desesperar.
Tomemos
dos ejemplos que Kierkegaard nos da para ilustrar nuestra idea. Tenemos primero
al hombre que quiere ser César a toda costa; en él se sintetizan todas las
características que definen a aquel que no quiere ser sí mismo y que por ello
quiere ser otro, en su caso, César. El deseo se traduce en el afán cegador de
encarnar otro cuerpo, otra vida y otra realidad. ¿Quién no ha tenido la
experiencia de estar soñando que se es un héroe, un gran aventurero o cualquier
otro personaje fascinante en medio de una gran historia, encontrándonos
totalmente sumergidos en aquella fantasía onírica y de pronto algo nos despierta
y nos saca de esa realidad maravillosa?; ¿no hemos sentido inmediatamente al
volver a sí una gran desilusión?; ¿no hemos querido volver a dormirnos y
retomar la trama que tan dichosos nos tenía? He ahí un fenómeno particular de
nuestro modo de ser en tanto ser deseante. Como el hombre que quiere ser César,
no desesperamos por no serlo efectivamente, sino por el hecho de no poder dejar
de querer serlo y tener que asumir que no lo somos, por lo tanto, desesperamos
de querer no ser sí mismo. Otro ejemplo, es el de la mujer que desespera por la
pérdida de su amante; en este caso, aquí Kierkegaard nos dice que esta mujer
desespera de amor. Sea por cualquier motivo en que esta mujer haya perdido a su
amante, el hecho primordial es que ella desespera de sí misma, pues la
oportunidad de ser uno con su amado se ha esfumado, se le ha ido de las manos
por lo que se ve en la ingrata situación de quedarse sola consigo misma. Pues
bien, ¿cuál es la situación de fondo? Si aceptamos la idea de que esta mujer
desespera por quedarse sola consigo misma, ¿no podemos agregar además que ella
desespera por su condición de ser deseante?; ¿no se traducen los sueños
truncados, las ilusiones disueltas y la totalidad de recuerdos y sentimientos,
en tanto que propios, en un peso demasiado grande cuando se carga sola? En
esa soledad, en efecto, se manifiesta la condición determinante de ser deseo encarnado, pues el deseo no se presenta como un objeto que tengo en
mis manos, que me quema y que debo arrojar lejos para aliviarme; el deseo
trágicamente soy yo mismo. Es más, es lo que de fondo me hace desesperar con
mayor fuerza, pues el ser deseante, en este caso, se torna insoportable, es ser
deseo que desemboca en la nada y retorna hacia mí.
Por
otra parte, existe otra realidad que se revela en el deseo incumplido y que da
más densidad a la desesperación de Kierkegaard. Esta realidad es aquella que
revela la contingencia absoluta de lo deseado, tanto en un sentido reducido
como en un sentido amplio. En un sentido
reducido, esta realidad se muestra en tanto que aquello deseado cobra
importancia y valor sólo para mí; en efecto, mientras lo deseado se torna algo
imposible e inalcanzable o también algo perdido e imposible de recuperar, el
mundo completo sigue su rumbo, puede seguir funcionando sin problemas mientras
yo, como desesperado, muero mi muerte, como dirá Kierkegaard, eternamente, sin
poder consumirme de una vez por todas. Sin embargo, en un sentido amplio esto
se vuelve un ingrediente más de la desesperación, ya que hemos comprendido el
ser deseante como una manera de ser, o dicho de otro modo, como deseo
encarnado, lo absolutamente contingente ahora es el sujeto mismo; el ser
deseante de este modo, es estructurante y universal, pues implica en carne y
hueso a la totalidad de los hombres. La desesperación bajo este prisma, se
volvería algo mucho más llevadero, incluso algo insignificante si el cúmulo de
deseos que soy se disipara. Pero el dejar de ser deseante es algo imposible de
realizar, pues como ya hemos visto, el deseo mueve todos los estadios de
existencia que puedo habitar, por lo tanto, constituye las maneras en que puedo
ser; por ello, puedo decir que estoy “condenado a desesperar”.
La
única manera de escapar a esta condición, como ya hemos dicho, sería la de
dejar de ser sujeto deseante, pero para dejar de serlo tendríamos primero que
desearlo. Se nos abre entonces otro aspecto que define esta condición; no
podemos rehuir del deseo. En efecto, es un error pensar que podemos dejar
efectivamente de desear si esto implica el querer que así sea; podemos
suspender todo deseo objetivo y determinado, pero no podemos negar que estamos siendo en ese mismo instante, deseo de no desear
nada. Esta condición es análoga a la que Sartre señala respecto a la libertad,
pues podemos tratar de esquivarla mediante la mala fe, nos dirá, pero ello no
impide que podamos tomar la determinación de llevar nuestra libertad hasta sus
límites, vale decir, hasta sus últimas consecuencias si así lo pensamos y
queremos. El desesperar por la condición de deseante se puede definir entonces,
como el deseo -desesperado- de no desear más, de realizar un deseo definitivo
que extinga la cadena de deseos que se despliega ante mí.
Entonces,
podemos ahora demostrar la naturaleza irrenunciable de esta realidad que hemos
llamado ser deseante, en tanto modo
de ser del sujeto. Kierkegaard nos señala, respecto a la desesperación, que
ésta no se define porque existe algo que la provoca, no se desespera por algo
concreto y particular, se desespera de uno mismo en tanto que es espíritu y que
desea volverse un yo definido e inmutable, pero que se ve en la tarea de
auto-apropiarse perenne y angustiantemente. Por ello la enfermedad mortal no es
una simple depresión. El desesperar, por ser una subjetividad deseante, está
articulado de la misma manera, ya que lo que desespera no es el desear un
objeto exterior que permanece fuera de mi alcance, el ser deseante no se reduce
a ningún estadio de los que Kierkegaard señala, lo que desespera de esta
situación es el ser uno mismo ese deseo, el cargar el peso que eso significa,
pues pone en juego mis posibilidades de realizarlo y por ello, de realizarme.
De esta manera, al ser deseante le negamos características psicologizantes que
lo lleven a definirse a nivel pulsional, al contrario, el hecho mismo de
comprenderse como una manera de ser del sujeto le otorga el estatuto de una
condición ontológica y no psicológica como quizás se podría interpretar.
Por
último, esta condición de ser que es el ser sujeto deseante, está abierta a
definirse de una manera negativa y otra positiva. La manera negativa nos
muestra el efecto nihilizante por un lado y alienante por el otro que puede
revestir sobre el hombre, pues el deseo puede volverse como hemos visto en los
estadios estético y ético una trampa secuestradora de la voluntad, del
pensamiento reflexivo e individualizante. La manera positiva nos lleva a pensar
esta realidad del sujeto como una apuesta, vale decir, como una invitación a
trascender y elevarse sobre los estadios anteriores. Podemos de esta manera,
darle al ser deseante un puesto entre los demás estadios que se despliegan
progresivamente hacia la trascendencia, que apuntan hacia lo infinito, en
palabras de Kierkegaard, hacia Dios.
Podemos
decir con ello, que en vías de ascender, el deseo le pisa los talones al hombre
y lo mantiene, en tanto que ser finito y falible, siempre en estado de atención
perpetua para no caer en el mal. El mal en efecto, es la aspiración hacia la
nada, en términos del deseo, el quedarse enfrascados en el anhelo de placer
inmediato, fácil y superfluo. O por otra parte, en el conformarse en la vida
fácil de la multitud, en el quedarse en el mero cumplimiento de las leyes y
deseos de los hombres; así Kierkegaard nos muestra la oportunidad del gran
salto, en pasar de la angustia y la desesperación a la fe, pues cada
determinación que tome el hombre, dirá el filósofo danés, lo hará descender de
lugar o acercarse cada vez más a los brazos de Dios.
[1] Kierkegaard, S. La enfermedad mortal. Trad. Demetrio
Gutiérrez Rivero. Madrid: Trotta, 2008, pp.51
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